En 2014 hice una investigación grande sobre Aníbal Troilo para Clarín. Como parte de esa investigación, quise hablar con Hugo Santiago sobre Pichuco, pero me enteré de que estaba en París. Tuve que viajar a París ese mismo año, por otros motivos, y proveché para ponerme en contacto con Hugo Santiago (motu proprio, porque hacer esa entrevista no estaba dentro de las exigencias de mi trabajo y nadie pagó los viáticos). Me contestó amablemente y nos encontramos en un bar y hablamos largamente sobre Pichuco, sobre Invasión y sobre Borges. De esa charla, sólo se publicó en su momento en Clarín unos diez renglones. El resto permaneció en mi computadora. Hoy decido publicarla completa.
Vivía en París desde
el 59. Vine con una especie de premio del Fondo Nacional de las Artes
porque había hecho tres peliculitas. En el 66 volví y lo fui a ver
a Troilo. Así nomás. Porque tenía una idea de hacer una película
con él. Eso. Teléfono. Lo llamé y fui a verlo. Él estaba
encantado de que un joven se acercara, él vio uno de los
cortometrajes, que le gustó mucho. Y empecé a hacer el guión de
una película, “El hombre del bandoneón”. “¿Una película
sobre Troilo?”, dijo; “no, no -le dije- quiero hacer una película
con usted”. Entonces yo empecé a escribir el guión con Olga
Orozco y le iba contando. Él se fue entusiasmando poco a poco. El
guión avanzaba y cada día nos veíamos más.
A Troilo no se lo podía
ver un poquito socialmente, no servía para nada, había que
acercarse en serio; y eso hice. Entonces yo empecé a verlo mucho y
él a mí y entonces empezó a llamarme todo el tiempo. Llegué a
verlo muchísimo mientras avanzaba en el guión. Lo acompañaba de
noche, a tomar unas copas. Yo era joven, no tomaba; no era tan joven,
tenía 26 años, pero él me llamaba “pibe”. Yo trataba de que él
tome menos, ese juego que había alrededor de Troilo donde la bebida
jugaba un papel importante. Todos tratábamos de cuidarlo, sin
demasiado éxito. Íbamos a tomar una copa y él decía, “Noo,
pibe, un baby, nada más, un baby”.
Entonces pedía un baby; pero tomaba doce babys. Cuando
digo doce, digo en serio. Una noche conté: fuimos a un lugar, él
tomaba copas y tomó catorce babys.
A lo largo de varios horas, pero era mucho en definitiva, mucho
alcohol. No le gustaba tomar solo, me hacía tomar, me daba el vaso
para que tome un traguito. Y yo estaba haciendo un guión en serio,
trataba de sacar lo más posible. No de cosas anecdóticas, porque el
guión no tenía nada que ver con la vida de Pichuco, era una trama
de una ficción, de la que Pichuco iba a ser el protagonista, un
bandoneonista, por cierto.
Yo
avanzaba en el guión con Olga Orozco, una gran escritora que nunca
había hecho guiones, era una poetisa surrealista pero que le gustaba
mucho el tango y cantaba de entrecasa. Avanzábamos en el guión y
muy pronto fue una relación apasionada con Troilo. Me llamaba a
cualquier hora del día y de la noche. Un día lo buscamos por todo
Buenos Aires, suena el teléfono a las siete de la mañana y era él;
le digo: “toda la noche lo estuvimos buscando, no me haga eso” y
me dice “no, no; aquí estoy, lo estoy esperando”. Estaba en la
esquina de un bar que ahora se llama la esquina de Pichuco, Paraná y
Paraguay, “en la calle, lo espero en la calle”. Entonces me visto
y voy. Voy porque lo habíamos estado buscando, si no le digo que no,
me voy a dormir. Era otoño y estaba más bien fresco y llego y
estaba vestido con un traje de verano color crema y daba saltitos.
Eso hacía a menudo, daba saltitos para mostrarme que estaba en forma
y que no había tomado. Tenía esas cosas, iba mucho a los baños
turcos; pero transpiraba dos horas en los baños, después salía,
tomaba una cerveza y recuperaba todo lo que había adelgazado en los
baños.
Una
noche lo buscamos en todo Buenos Aires sin encontrarlo y apareció a
la mañana siguiente que era domingo en la tribuna de River. Era
demasiado temprano para el partido, pero él estuvo dando vueltas,
jugaba River, fue a la cancha y lo encontramos en la tribuna. Todo
eso con una especie de placidez.
De
esa generación en la que él fue bandoneonista desde pibe, era el
más joven. Con nosotros se comportaba como si fuera un viejo, pero
no era viejo, hablaba como si tuviera noventa años. Y contaba
anécdotas. Eran anécdotas de cuando él era muy, muy jovencito.
Cuando Si Sarli le dijo que toque en su orquesta, él dijo “bueno,
pero hay que ver a mi mamá”. Y Di Sarli fue a ver a la mamá.
Entonces las anécdotas que Pichuco contaba de esa época,
efectivamente eran de hace muchos años. Él era más joven que los
autores con los que después trabajó, sus letristas; tenía amigos
que eran mucho más viejos que él y otros habían muerto. Entonces
él se sentía contando anécdotas de un tiempo ido y conmigo y
algunos amigos que yo le presentaba, se mostraba como un viejo;
porque yo lo mostraba un poco porque era muy divertido el Gordo, era
macanudo.
Yo había empezado a
trabajar con él y con Grela en cosas que tenían que ser música de
la película. Porque el guión se terminó, encontramos un productor
y la película empezó a avanzar rapidísimo, yo estaba buscando
actores, todos los contratos estaban firmados. Incluso había visto a
Piazzolla, porque en la película había una secuencia en la
Piazzolla lo venía a ver tocar y hablaban y tocaba un poco el
bandoneón y Piazzolla me había dicho que sí. Y entonces vino el
golpe de Onganía y todo se paró en Buenos Aires. No se sabía más
nada. Yo insistí un poco que sí se podía esperar. El Gordo tenía
todo tipo de relaciones, era amigo de Chumbita,
la gente que más lo protegía a él, que habían conservado la casa
de los tiempos de Perón, que desde hacía diez años que no era el
sindicato oficial. También era amigo de gente del golpe, había
comido un día con gente del golpe y me decía que todo se iba a
arreglar de algún modo, pero la cosa no parecía demasiado simple y
el productor no quiso seguir. Tuvimos que recuperar los derechos de
la película. Estaba muy adelantado, fue una gran lástima.
Entonces yo volví a
París. Y un año después volví a Argentina, hice otro corto y
después empecé a hacer el guión de Invasión, con Borges.
Aparecieron productores y en seguida empecé a insistirle a Troilo
con que tenía que escribir una milonga para la película. Y eso
también duró meses porque Borges decía “sí, claro”. Yo le
contaba a Borges que Troilo le iba a poner la música, porque no se
conocían. Sabía quién era Troilo pero no se conocían.
Trabajábamos todos los días con Borges en la biblioteca Nacional y
después de muchos meses empecé a hinchar que tenía que escribir la
milonga y cada vez el decía “sí… hoy salí a caminar pero
estaba no sé quién, me saludó y me interrumpió”, porque a veces
salía a caminar, porque no veía, entonces versificaba de memoria,
caminando, y dictaba.
La Milonga de Manuel
Flores no estaba en la edición original de Para las seis
cuerdas. Eso salió en una reedición posterior a la película;
pero está diferente, le falta la primera y la última estrofa,
porque Borges quería que el original entero solamente estuviera en
la película.
Y apenas yo la tuve se
la mostré a Troilo. Y después empecé la película y se acercaba el
momento en que íbamos a filmar la secuencia de la milonga. Y que sí,
que no. Y aunque la grabación la hicimos después de la filmación,
teníamos que tener la milonga terminada para la filmación. Porque
tenía que tocar Ubaldo De Lío la guitarra en la filmación, porque
Troilo quería que fuera con guitarra. Y De Lío tenía que filmar
las manos. Y de repente Pichuco también escribió la milonga de un
día para otro. Hubo que hacer la versión de De Lío con el recitado
antes de la filmación porque la dice en playback. La grabación con
De Lío fue fantástica.
Pasó una cosa graciosa
con Roberto Villanueva, el actor, que no era actor, era director del
teatro del Instituto Di Tella, que hace el papel del médico medio
borracho, que en principio tenía que cantar la milonga. Pichuco me
dijo “yo le hago cantar la milonga”. Yo le dije que iba a ir a
los ensayos, y Pichuco: “no, no, nadie viene; yo estoy solo con él
y lo hago cantar”. Empezaron a ensayar. Y Roberto me contó
después: le dije “mire Pichuco que no sé cantar, tengo muy mala
oreja” y Pichuco le dijo “mire, pibe, yo hago cantar a las
piedras, hice cantar a todo el mundo y yo lo hago cantar”.
Enteonces empezaron a trabajar. Y al cabo de quince, veinte minutos
en que Pichuco le decía cómo tenía que cantar y Roberto trataba de
hacer lo que decía Pichuco, le dijo: “Bueno, está bien; va a
recitarla”.
Eso era en el 68, pero
dos años antes, en el 66, hice música para “El hombre del
bandoneón”, con Troilo, Grela y Rafaelito del Bagno, música que
tengo. Usé una partecita de esas bandas en Las verdas de Saturno;
en una secuencia de la película el personaje de Mederos está con un
pintor preparando un asado, están escuchando música y se escucha
eso, se escuchan muchos temas de Arolas en la película y en esas
bandas que tengo de Pichuco había un trozo grande de cuatro, cinco
minutos en que iban pasando de tema en tema, tocaban La Cachila,
eso es lo que se escucha en Las veredas de Saturno. Me acuerdo
que en Caño 14 estaban tocando Baffa, Berlingieri y Goyeneche, todos
habían sido músicos de él. Llegamos y la gente lo aplaudía, le
pedía que toque y él subió al escenario, acompañó a Goyeneche,
muy bien, muy en forma. Pero esa grabación del 66 fue bastante épica
porque en ese entonces Pichuco tomaba mucho y no podía tocar bien.
Se ensayaba mucho y Grela trataba de hacer que no tome y finalmente
grabamos porque había que grabar, porque estábamos en preparación
para la película y yo pensaba que era una buena cosa hacerle grabar
a Pichuco para avanzar en la película. Esa vez grabamos de noche,
empezó como a medianoche, con el cuarteto. Y fue una lucha. Grela
intervenía mucho y apoyaba mucho para que fuera saliendo.
Estuve tres años en
Buenos Aires, hice dos cortos, Invasión, y después volví
a Francia, me fue muy bien con la película en el Festival de Cannes
y ya me quedé. Entonces después lo iba a saludar a Pichuco cuando
viaja a Buenos Aires.
Bioy no participó en el
guión porque se había ido a Europa. En cambio la película Los
otros, ahí hicimos juntos todo, los tres. El guión lo hice con
Borges. Bioy tenía exactamente la edad de mi padre y era como un
hermano. Borges nos trataba parecido a los dos cuando estábamos
juntos, como jóvenes. Bioy era “Adolfito” y nos comportábamos
los dos como jóvenes, pero Bioy tenía la edad de mi padre. Después
lo vi mucho, hasta su muerte.
A Borges le gustó
muchísimo la música que hizo Pichuco para la Milonga de Manuel
Flores; decía que lo mejor de la milonga era la música que hizo
Troilo. Lo repetía siempre. Fue fantástico la primera vez que hice
que se vieran. En ese momento Borges ya pasaba por ser ciego; un
poquitito veía, yo tengo la prueba porque en el guión encuadrado
con el que filmé lo fui haciendo viéndolo a Borges todos los días,
contandolé; los últimos diálogos de la película fueron hechos con
Borges ya para los planos de la película. Yo le decía “ahora se
va para el fondo, la cámara viene aquí, de lejos, después se
acerca y ahí habla”. Y en medio de eso, un día lo agarré a
Troilo y fui a la Biblioteca Nacional, donde yo trabajaba con Borges,
en el despacho que existe todavía en la calle México. En el cofre
del DVD de Invasión está el despacho. Fue muy impresionante ese
encuentro porque los dos estaban muy tímidos. Yo los hacía hablar
como si hablaran otro idioma, era conmovedor.
Invasión fue cargada de
lectura política a posteriori. Pertenece al género fantástico de
Buenos Aires, que es un género singular. Yo siempre dije que el tema
fantástico es una manera de penetrar la realidad. Quiere decir que
Invasión se encontró con cosas políticas que estaban en gestación
pero para nada manifestadas en Argentina. Cuando la película se
estrenó en Buenos Aires, en seguida después del Festival de
Cannes, que fue en mayo del 69, las críticas hablan de una cosa
fantástica, que no se entiende nada; y eran respetuosos porque
estaban Borges y Bioy Casares en el medio, si hubiera sido mía sola
hubieran sido mucho menos respetuosos. Pero la cosa graciosa es que
esa película estrenada como una obra sofisticada, fantástica, en el
año 76 fue prohibida por los militares. Canal 13, Poartel, era la
productora de la película y tenía los derechos para pasarla por
televisión. Quisieron pasarla por televisión, después de la muerte
de Perón pero antes del golpe y la película fue prohibida, lo que
era insólito por Borges y Bioy. Y en el año 78 hubo una especie de
operativo en los laboratorios Alex y robaron una parte del negativo
original. Robaron mucho. La película tenía doce bobinas de 300
metros y robaron ocho. Durante muchos años después no se podían
hacer nuevas copias. Había las que existían en el mundo, en la
cinemateca de París, había allí y acá copias, pero no se podían
hacer nuevas copias porque no estaba el negativo original. Hasta que
a comienzos de los años 2000, yo fui a Buenos Aires, conseguí dos
copias positivas no muy buenas pero que me sirvieron para reconstruir
el film, se hizo una reconstrucción y eso es lo que está depositado
en París como negativo original entero.
La película nació como
una trama muy somera de una ciudad invadida, y después encontró su
realidad política. Nadie sabía nada de los grupos armados en
Argentina cuando escribíamos la película. Pero el hecho es que la
película en los años setenta se cargó de significado político de
coyuntura. Fue prohibida en base a interpretaciones de coyuntura
política muy precisas.
El inglés Richard
Gillespie en Los soldados de Perón cuenta episodios
perfectamente secretos que habían tenido lugar en esos años, 68,
69, ligándolo con eso, es sorprendente. Pero en la película
aparecieron antes, esa es la verdad. Y Borges estaba en el guión,
eso es garantía de inocencia o de inconsciencia. El argumento tenía
relación con narraciones míticas. La primera vez que le conté la
idea de base, que era muy simple, una ciudad que está sitiada por
invasores fuertes, defendida por un grupito dirigido por un viejo,
que se defienden pero al final la invasión va a tener lugar,
mientras tanto hay un grupo de jóvenes, que se entrena, eso es lo
que yo le conté. Y Borges, el primer comentario que hace es “claro,
claro un sistema muy interesante, un sistema leibniziano, de Leibniz,
de dobles entradas y salidas de una forma”. El argumento a Borges
nunca le pasó por sus realidades cotidianas.
En los años 80, Claude
Mauriac, que era hijo de François Mauriac, era escritor y crítico
de cine importante, escribió una crónica muy interesante diciendo
que había estado revisando papeles a través del tiempo y que vio
que a en los últimos diez años había habido una cantidad de
acontecimientos históricos en el mundo, él los nombra, las armas
escondidas en el norte, y nombraba una gran cantidad de episodios, el
estadio de fútbol es el estadio de fútbol de Santiago de Chile de
Pinochet y decía: “todos estos episodios yo los he visto en una
película argentina del año 69 que se llama Invasión”.
Quiere decir que Invasión tuvo, sí, una especie de
coincidencia con la historia. La cancha tenía que ser la cancha de
Boca porque yo soy de boca.
Invasión tiene ese
destino muy curioso, porque ahora cuando se restauró, hacia el 2005,
se reestrenó en París en varias salas y entonces hubo
interpretaciones. Nunca terminaron de hacer interpretaciones. Hubo
una cantidad de apasionados de la película más bien dentro de gente
que está contra la mundialización. Que dicen: “ustedes en los
años setenta no entendían nada de la película”. Y buscando
frases en los diálogos que parecen exactamente apoyar esa idea, por
ejemplo a Murúa le dicen “¿por qué resiste, Herrera, si la gente
está esperando lo que le vamos a vender?” Y Herrera dice “la
gente no se da cuenta y los que se dan cuenta tienen miedo como yo.”
Entonces ecologistas antimundialistas de hace unos pocos años dicen
que es una película contra la mundialización, contra la invasión
de la mercadería. Pero eso es lo propio de lo fantástico argentino,
de lo fantástico de Buenos Aires, se puede cargar de significados
diversos.
Había visto a Juan
Carlos Paz mucho en París en los años sesenta. En el 66 lo vi en
Buenos Aires, por amigos comunes. Cuando empezamos a hacer el guión,
muy pronto apareció la idea de que Don Porfirio tenía que ser un
señor argentino, parecido a Macedonio Fernández. Borges le decía a
su mamá: “Madre, pusimos a Macedonio en la película”. Tenía
que ser una cosa muy curiosa, porque en los últimos años, cuando
Macedonio tenía la edad de Juan Carlos Paz ya no estaba más muy
arregladito, se lo ve en las fotos, medio despeinado, porque ya había
abandonado su vida de juez, porque había sido juez, Macedonio; había
tenido una vida dentro de la sociedad antes de ser el personaje muy
extravagante que fue en los últimos años. Quiere decir que se nos
ocurrió en seguida que tenía que ser como Macedonio pero al mismo
tiempo tenía que ser un señor bien arreglado, entonces era una
mezcla del Macedonio de los últimos años pero vestido como el
Macedonio de cuarenta años. Cuando apareció esta idea no era
evidente para mí que tenía que ser un señor mayor con esta cosa de
viejo porteño. Entonces así se me impuso que Paz lo podía hacer.
El nunca había actuado ni volvería a actuar. En su libro de
memorias hay un capítulo dedicado a su aventura con Invasión.
Claudia Sánchez ya era
conocida, había hecho cosas importantes en publicidad; tenía un
rostro muy singular, era como un vampiro, y en esos pocos minutos que
aparece en la película… no era fácil encontrar una cara como la
de ella.
Varios de los personajes
tenían actividades fuera de la actuación. Daniel Fernández, el
donjuán, era arquitecto. Leal Rey, que hace el ciego, era mi
decorador. Roberto Villanueva era el director del teatro del
Instituto Di Tella y en esa época no había actuado nunca, años
antes había hecho el teatro de Arquitectura, con un grupito que
salía de la Facultad de Arquitectura, había actuado en ese momento
un poco en teatro haciendo clásicos, pero en realidad está en la
película porque era un gran amigo mío y yo quería que fuera esa
cara la que fuera el personaje. Mis personajes se parecen mucho a los
intérpretes o viceversa.
Actores, eran Lautaro
Murúa y Olga Zubarry, que hacía mucho que no actuaba. Cuando
hicimos Invasión yo la fui a buscar, ella era madre de familia y ya
no actuaba, estaba como retirada. Lautaro Murúa en ese momento era
una estrella del cine argentino actuando para Torre Nilsson. Lo
conocía hacía mucho. En esas tres peliculitas que había hecho, que
habían premiado, con las que pude venir a Europa, yo había escrito
el texto y actuaba y Lautaro codirigía la escena conmigo. No había
hecho sus películas como director, todavía. Cuando lo fui a buscar
para hacer Invasión no se sorprendió. Lautaro tenía fama de
ser difícil y rebelde. En los seguros de filmación le tenían mucho
miedo a Lautaro, que no cumpliera. Conmigo siempre fue el primero en
llegar y el último en irse. En toda la filmación, que fue larga,
fueron como doce semanas, y todo el doblaje, creo que Lautaro una
sola vez llamó “no puedo ir hoy, no me siento bien, hagámoslo
mañana”. Fue muy importante la presencia de Lautaro en la
película. Un comportamiento amistoso, cálido.
Y la presencia de
Pichuco, que le da peso a la película. En El cielo del centauro,
que estoy terminando ahora, voy a poner música de Pichuco. Desde el
69 que no filmaba en buenos Aires, excepto unos planos de Borges y
Bioy en la plaza San Martín para Les Autres, pero desde
Invasión hasta el 2013 no filmé en serio en Buenos Aires.